Los sin nombre, la nueva adaptación de la novela de Ramsey Campbell disponible en Movistar+ rescata el suspenso y el drama de la historia original. Pero además, brinda un nuevo formato — y por ende, mayor profundidad y complejidad — a la oscura premisa. Una que ya había sido llevada al cine por Jaume Balagueró de 1999. El resultado es un relato que, a lo largo de seis episodios, explora en el terror de una secta apocalíptica desde varios puntos de vista. También, da una revisión fresca al conocido tropo del niño terrorífico capaz de lo peor. 

Dirigida por Pau Freixas y adaptada por Pol Cortecans, la serie parte del mismo punto de arranque que la recordada película española. Claudia (Miren Ibarguren) atraviesa una situación límite. Años después de que su hija Angela (Valentina Gaya-Alicia Bravo) desapareciera y se le diera por muerta, esta última regresa de manera misteriosa. Todo, a través de una llamada inquietante que revuelve todo lo que Claudia creía concluido años atrás. 

A partir de ahí, Los sin nombre se transforma en una pesquisa personal con tintes de thriller sobrenatural. Algo que conduce directamente al rastro de una secta apocalíptica. Indicios que la propia Claudia y el ex inspector (Rodrigo de la Serna) intentan seguir hacia paradero de la joven, ahora parte del culto. Pero, la nueva versión de la historia ya no gira en torno a rituales demoníacos como en su versión cinematográfica. En lugar de eso, se decanta por una lectura más científica. 

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Eso, a través de un líder carismático obsesionado con modificar el futuro de la humanidad usando a menores con capacidades particulares. Un cambio que se refleja en menos elementos de esoterismo y en el enfoque de la serie en un discurso racional y científico. Por lo que antes era puro mal, aquí se convierte en una retorcida versión del progreso.

Un relato sobre el mal contemporáneo para ‘Los sin nombre’

Uno de los cambios más llamativos de la adaptación de Movistar+, es la manera en que se aborda el personaje de Ángela. En lugar de reservar su aparición como una sorpresa final, la serie decide integrarla en la recta final de forma activa. Además, dándole un papel más protagónico y menos simbólico. El giro es fuerte: ahora no es una figura diabólica, sino una adolescente que posee la habilidad de devolver la vida. 

Esta nueva perspectiva cambia completamente el centro del relato. Y aunque se conservan algunos elementos que remiten al imaginario religioso — en especial hacia el desenlace — , la perspectiva desde la cual se construye el carácter del personaje es menos ambigua y más literal. Ángela ya no es el anzuelo para atrapar a su madre, sino una figura con poderes concretos. También es significativa la forma en que se reescriben los vínculos familiares. En esta versión, Claudia no solo arrastra la pérdida de su hija. A la vez, está embarazada de un nuevo hijo, lo que suma un nivel extra de drama a la historia. 

Nuevos personajes y puntos de vista para ‘Los sin nombre’

La figura del detective también experimenta una transformación relevante. En lugar del inspector sobrio y curtido que fie personaje central de la película del 99, la serie muestra a un hombre completamente desbordado por su pasado. Rodrigo de la Serna interpreta a un ex policía con un historial personal trágico, marcado por una infancia robada durante la dictadura argentina.

Esta biografía forzada, incorporada a través de un flashback bastante innecesario, parece un intento de dotar al personaje de una densidad emocional que no siempre se justifica en pantalla. El personaje ya carga con su propio fracaso como investigador, con su deriva hacia la marginalidad, y con una clara falta de rumbo. De modo que añadirle más capas no suma, sino que satura.

Otro personaje reinventado especialmente para la serie de Movistar+, intenta brindar contexto a los poderes de Angela. Laura Rey (Milena Smit), tras ser revivida por Ángela, se convierte en autora de éxito, escribiendo sobre su experiencia como parte de una secta. Esta línea argumental, que introduce una dimensión mediática y editorial, sirve para conectar la historia con temas como la explotación del dolor, el mercado del trauma y el culto al testimonio. Pero aunque la idea es interesante, su desarrollo no termina de cuajar del todo. 

Más historias que contar en un formato nuevo

Por supuesto, el formato serializado, obliga a que el relato se expanda, y con ello, también se multipliquen las subtramas, muchas veces innecesarias. El resultado es un relato que parece sentirse más cómodo complicándose a sí mismo que construyendo tensión de manera orgánica. El cierre, lejos de brindar respuestas claras, opta por dejar varios cabos sueltos que apuntan a una posible continuación. 

Si hay algo que merece destacarse en esta relectura de Los sin nombre, es el trabajo visual. La fotografía, a cargo de Julián Elizalde, logra mantener una atmósfera oscura sin recurrir a fórmulas recargadas. A diferencia del largometraje de finales de los noventa, que apostaba por una estética gótica muy marcada, la serie opta por una imagen más cruda, más naturalista. Hay una intención clara de hacer que el horror conviva con lo cotidiano.

Esa mirada exterior, que nunca se explica del todo, es quizás lo más efectivo de la propuesta. Es ahí donde el miedo funciona: cuando no se subraya, cuando no se grita. En esos momentos, la serie se aleja del ruido y encuentra un pulso más certero. También se nota la mano de Freixas en la dirección, especialmente en las decisiones de ritmo y en cómo administra el espacio. 

Si bien la historia se dispersa en muchos frentes, al menos el plano visual mantiene cierta coherencia. En un conjunto tan saturado de ideas, ese orden formal es lo que impide que todo se derrumbe. No es perfecta, pero en sus mejores momentos, logra inquietar sin decir demasiado.


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