Fringe la serie producida por J.J. Abrams que se extendió por cinco temporadas entre 2008 y 2013, fue muchas veces comparada con la icónica Expediente X. Había buenas razones para eso: ambas se enfocaban en un agente del FBI, que dedicaba su vida a investigar una serie de sucesos inexplicables con mayor o menor éxito. Pero mientras la producción de Chris Carter se volvió un procedimental de lujo que exploró en el monstruo de la semana, Fringe sorprendió por su giro hacia la ciencia ficción pura. También, por ser una historia lo suficientemente hábil como para evitar los habituales clichés del género.

Eso, gracias a una perspectiva sobre lo misterioso bien planteada desde el primer capítulo. La premisa, sencilla pero eficaz, gira alrededor de Olivia Dunham (Anna Torv), una fría agente del FBI que se ve obligada a colaborar a desgana con el sospechoso doctor Walter Bishop (John Noble). Este, un científico cuya cordura se encuentra en entredicho y que la mayor parte del tiempo parece al borde de una extraña forma de locura. Al improbable dúo se une Peter Bishop (Joshua Jackson), el hijo de Walter, que carga con décadas de rencor contra su padre. 

Juntos, el equipo dedica esfuerzos y tiempos a investigar fenómenos inexplicables a través de métodos pseudocientíficos. Por lo que, al contrario de Expedientes X, no hay un intento de encontrar un sentido racional en lo que ocurre. Aquí no hay un laboratorio reluciente ni un departamento gubernamental estilizado. Al contrario, hay un equipo improvisado que funciona a golpe de trauma, afecto involuntario y un poco de caos. De hecho, pronto es evidente que Olivia, Walter y Peter deberán enfrentar lo que los abruma, para entender qué es lo que une a la serie de eventos inquietantes que intentan comprender. 

Un giro poco común en producciones de ciencia ficción

Lo interesante en Fringe es como la serie se niega a jugar a ser una imitación descarada de Expediente X. De hecho, ya a mitad de la primera temporada —con distancia la mejor de la producción— queda claro que la intención es alejarse del formato popular de un caso por capítulo. En lugar de eso, el guion deja entrever que todos los eventos que el equipo debe investigar conducen a un único camino. Un misterio complejo que los involucra a los tres y que los llevará por caminos insospechados. 

Es gracias a esa particularidad que Fringe adquiere una rara personalidad, la mayoría de las veces tenebrosa. En especial, porque incluso en sus momentos más delirantes, la historia avanza hacia un punto en concreto: Walter cometió un error científico en el pasado. Uno tan grave, como para comprometer la realidad y el mundo tal como lo conocemos. Una situación que las décadas no hicieron más que agravar, hasta comprometer su cordura y finalmente la vida de Peter. 

Pero la serie no explica de inmediato sus misterios. Antes que eso, deja claro que hay algo escondido en medio de los múltiples indicios de una ruptura —real y científicamente medible— en la sustancia de la realidad. De modo que las diversas circunstancias que ocurren son, en realidad, piezas de un enorme rompecabezas que se arma con paciencia. Fringe no es un catálogo de rarezas científicas; es una búsqueda constante por reparar algo que se quebró en otro lugar, en otra vida, en otro universo. 

‘Fringe’, una serie para la historia

Lo que siempre llamó la atención —y la volvió una producción de culto— es cómo Fringe balancea su mezcla de acción, thriller conspirativo y drama familiar. Desde el primer episodio, Olivia Dunham demuestra que es un personaje que no necesita grandes discursos para transmitir convicción. Y aunque comparte con Dana Scully (Gillian Anderson), una actitud fría y decidida, es mucho más que solo la contraparte escéptica del equipo. Por lo que, la mayoría de las veces, la serie la muestra tenaz, pero también vulnerable. Y al final, parte de algo más complejo que su dedicación al trabajo. 

 A su lado, Peter Bishop (Joshua Jackson) es el que mantiene la cordura cuando Walter empieza a hablar con vacas o a confundir cadáveres con asistentes de laboratorio imaginarios. Su inteligencia no es pedante; es pragmática. Y eso funciona como un contrapeso perfecto frente al desplome devastador que experimenta el doctor Walter Bishop, siempre al borde de la locura. De hecho, Bishop, un personaje que podría haber sido un cliché del científico loco, termina convertido en la pieza emocional más importante de la serie. 

Walter es un niño gigante, una mente brillante que abrió demasiadas puertas sin pensar en lo que había detrás. Sus traumas sostienen buena parte de las historias, pero también ofrecen los momentos más tiernos, incómodos y a veces francamente hilarantes. Al final, el trío crea un ecosistema tembloroso, disfuncional y sorprendentemente afectuoso. Y esa mezcla es lo que permite que la serie no pierda su habilidad para narrar una buena historia, incluso los momentos más absurdos y extraños. 

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