El monstruo de Florencia parece, a primera vista, otro thriller policíaco que narra a grandes rasgos un evento tortuoso de la vida real. A saber: la oleada de crímenes que dejó a su paso el asesino serial italiano, apodado El monstruo. Pero el nuevo true crimen de Netflix es mucho más que eso. Gracias a que, al subtexto del argumento, hay un estudio incómodo sobre la violencia, la masculinidad tóxica y la paranoia colectiva. También, la percepción de la violencia sexual en un país conservador y tradicional como Italia. 

Para eso, los creadores Leonardo Fasoli y Stefano Sollima, adaptan el libro Il Mostro di Firenze de Gianluca Monastra, famoso por su revisión del caso. Pero en lugar de solo revisar una cronología de los asesinatos, transforman a la serie de cuatro capítulos en un retrato envenenado de una Italia dividida entre superstición y modernidad. La producción no busca respuestas, sino exponer el vacío moral que permitió esos crímenes. De modo que, a pesar de su tono frío y casi clínico, el relato tiene una intensidad hipnótica que se adentra en la mente de una sociedad llena de problemas. 

A lo largo de sus episodios, El monstruo de Florencia mantiene un equilibrio entre el suspenso y la reflexión, evitando el sensacionalismo habitual en las producciones sobre asesinos reales. Netflix suele apostar por lo morboso; esta vez, en cambio, la tensión proviene de la ambigüedad, de la imposibilidad de comprender del todo al monstruo o a quienes lo persiguen. Lo más escalofriante no es la sangre, sino la sensación de que nadie — ni víctimas ni autoridades — está libre de culpa.

Una historia que marcó a Italia

La trama, desarrollada de manera no lineal, utiliza sus frecuentes saltos temporales para brindar contexto. Por lo que el argumento va de la investigación, a los antecedentes que rodearon al caso, la mayoría turbios y violentos. De hecho, no hay un hilo único, sino múltiples capas que se van revelando entre los recuerdos, los rumores y omisiones respecto a los asesinatos. 

En el centro de esta maraña se encuentran Stefano (Marco Bullitta) y Barbara (Francesca Olia), una pareja agobiada por las deudas y la rutina que decide compartir su casa con un inquilino. Ese nuevo huésped, Salvatore (Valentino Mannias), se convierte en el catalizador del desastre. Desde su primera aparición, Salvatore desprende una energía incómoda. No necesita cometer atrocidades a cámara para resultar repulsivo: su simple presencia desestabiliza todo. A través de ellos, la serie transforma el caso del “monstruo” en un estudio íntimo sobre la violencia cotidiana, esa que crece en los espacios domésticos y se disfraza de normalidad. Lo que empieza como un drama social termina adquiriendo los contornos de una pesadilla moral.

Paso a paso, El monstruo de Florencia indaga en dos líneas de tiempo en simultáneo. Y lo hace sin incluir indicaciones obvias sobre qué época o en qué lugar de Italia se encuentra la narración. Es una estrategia arriesgada que en ocasiones funciona como un rompecabezas fascinante, y en otras como un laberinto frustrante. Sin embargo, esa confusión también es parte del discurso: los crímenes reales en los que se inspira siguen sin resolverse, y la serie abraza ese vacío. El relato se mueve entre la certeza y la duda, entre lo documental y lo onírico, recordando en espíritu a Zodiac de David Fincher, aunque con un enfoque más íntimo y provinciano. Lo que Fincher trató como una obsesión periodística, Fasoli y Sollima lo reinterpretan como una enfermedad social.

Un apartado visual brillante para ‘El monstruo de Florencia’

Visualmente, El monstruo de Florencia apuesta por una estética con clara influencia gótica. La fotografía captura una Toscana de cielos grises y carreteras vacías, más cercana a una pesadilla que a una postal turística. Cada plano está calculado para transmitir desasosiego: los colores desaturados, la iluminación mínima, los interiores opresivos. El diseño de producción recrea con precisión los años ochenta italianos, sin caer en la nostalgia. Incluso los detalles más pequeños — los autos, la ropa, los muebles gastados — contribuyen a la sensación de autenticidad. 

Hay una escena especialmente reveladora: una pareja reproduce el diálogo final de Blade Runner poco antes de ser asesinada. Es un guiño meta que juega con el tiempo y la cultura popular, pero también subraya la desconexión entre la fantasía cinematográfica y la brutalidad de la realidad.

Pero lo más interesante, es su disección de un caso que, todavía en la actualidad, genera dudas. Hacerlo, además, con una brillante puesta en escena y una elegante visión del mal contemporáneo. Gracias a eso, la miniserie se distancia del tratamiento superficial de otras producciones sobre crímenes reales, como El Monstruo: La historia de Ed Gein, que se regodeaban en el horror visual sin cuestionar sus implicaciones éticas. Aquí, en cambio, hay una reflexión sobre la mirada del espectador y su fascinación con el mal. Un giro que brinda a la producción su especial personalidad. 


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