Hay quien dice que enfadarse engorda, ¿pero es cierto? La respuesta corta es que sí, pero la larga es que, en realidad, no vas a engordar por enfadarte un día con la señora que se te ha colado en la cola del supermercado o con un amigo que te ha hecho un chiste demasiado pesado. Sí que podría engordar el enfado por la vida que sube mientras que los sueldos no lo hacen, por esa compañera de trabajo que continuamente te da consejos que no le has pedido o por las imágenes devastadoras de guerra que por desgracia se han normalizado en televisión. El enfado mantenido o, mejor dicho, el estrés mantenido, es el que realmente nos hace engordar.

Esto se debe a una concatenación de sucesos, que empiezan con el aumento de antojos y acaban con los problemas para conciliar el sueño. Todo tiene también un origen hormonal, donde el cortisol y la adrenalina son los principales responsables. Comemos alimentos más calóricos, a la vez que las reservas de grasa aumentan. Desgraciadamente lo hace sobre todo la grasa visceral, por lo que no estamos solo ante un problema estético.

Por todo esto, engordar por enfado es una señal de que el contexto que nos enfada y nos estresa nos está llevando al límite. Debemos intentar buscar soluciones; aunque, por supuesto, no siempre estarán en nuestra mano. Hay cosas que escapan a nuestro control y a veces engordar es una de ellas.

¿Por qué tendemos a engordar por enfado?

Enfadarnos continuamente puede llevarnos a una gran situación de estrés mantenido. El estrés, a su vez, estimula la liberación de cortisol. Esta es una hormona bastante demonizada, ya que se suele relacionar con todo lo malo relacionado con el estrés. Sin embargo, en su justa medida es totalmente beneficiosa y necesaria. Se libera como parte de los sistemas de lucha o huida. Estos son unos procesos que ocurren en nuestro cuerpo de forma evolutiva cuando nos exponemos a una amenaza. Generalmente, se movilizan las reservas de energía, de modo que la mayor parte de ella se dirija a nuestros músculos, para ayudarnos a luchar o huir. También aumenta el ritmo cardíaco y la frecuencia respiratoria y se dilatan las pupilas, entre otras consecuencias. 

El problema de los sistemas de lucha o huida es que son útiles si nos enfrentamos a un atracador, pero no están bien cuando todo en la vida parece una amenaza. Ahí es cuando entra en juego la ansiedad, cuando esos sistemas de lucha o huida se mantienen en el tiempo. En ese caso, el cortisol llega a niveles que ya no son saludables. 

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El enfado aumenta mucho los antojos calóricos. Crédito: Artem Labunsky (Unsplash)

Provoca, por ejemplo, que queramos continuamente comer alimentos mucho más calóricos. Esto, de forma puntual, sería bueno, pues nos aportan un chute de energía para combatir esas posibles amenazas. Son calorías vacías, pero sigue siendo energía. Desgraciadamente, cuando esto ocurre por mecanismo, estamos ante un problema serio. 

Por otro lado, el cortisol también favorece que la glucosa en sangre se transforme en grasa almacenada. Es muy útil para obtener energía cunado haga falta, pero si se almacena demasiada estamos fomentando aún más el aumento de peso. Y no solo vamos a engordar. Al aumentar la grasa visceral también aumenta la probabilidad de desarrollar enfermedades metabólicas, como la diabetes, o afecciones cardiovasculares.

El sueño también tiene mucho que ver

Cuando se elevan los niveles de cortisol tendemos a tener más problemas para dormir. Estamos en una sensación constante de alerta. Por desgracia, se sabe que la falta de sueño altera el equilibrio entre las hormonas grelina y leptina. La primera es la que aumenta durante el ayuno y nos induce el hambre, mientras que la segunda es la que alarga nuestra sensación de saciedad para que no comamos demasiado. Ambas son necesarias, pero deben mantenerse en un equilibrio que puede verse alterado por la falta de sueño. Si se pierde, comeremos más y tenderemos a engordar deprisa. 

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Dormir mal nos hace engordar más. Crédito: Freepik

No podemos olvidarnos de las hormonas del enfado

El cortisol se libera ante situaciones de estrés. No obstante, si también tenemos un gran enfado, es posible que liberemos mucha adrenalina. Esta también está relacionada con las amenazas. De hecho, nos prepara para la acción en caso de que tengamos que combatirlas. El problema es que, de nuevo, esa acción requiere de energía y esa energía la vamos a obtener comiendo y con una acumulación de grasa distinta a la que tendríamos en un estado de relajación.

En definitiva, un enfado mantenido nos puede hacer engordar, pero algo de ira puntual no. Eso no quiere decir que si engordamos sea por nuestra culpa. Todo lo contrario. A veces, por mucho que nos esforcemos en perder peso, el contexto no nos ayuda demasiado. Antes de preocuparte por la salud de alguien con sobrepeso, pregúntale si necesita ayuda con su contexto. Sin duda, será una preocupación mucho más útil para esa persona. 

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